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A quien le puede importar La Dignidad

“A quién le puede importar ¡che bandoneón! que he sido bueno.
A quién le puede importar el novelón del mal ajeno.
Si a ella que fue mi querer no le importó mi abatimiento.
A quién le puede importar ¡che bandoneón! mi sufrimiento”.

Así se lamenta el tango, ese que surgió en la Argentina de los años 30 del siglo pasado a caballo de la gran depresión. Ese que logró canalizar el dolor colectivo de no tener nada o tener muy poco, pero que sabía que el que nada tiene nada puede perder y sólo la pérdida del amor, de las relaciones sociales, de los afectos, de los lazos de solidaridad ameritaba un poema, una canción.

A quién le puede importar, pensé esta madrugada, la vida de Jóse que tiene 71 años y, que si es expulsado de el piso propiedad de un fondo buitre y que ocupa en la calle Carcavilla 2 de Móstoles, volverá a la calle, donde ya pasó viviendo 7 años cuando perdió su trabajo y su familia. 7 años viviendo en la Plaza Mayor haciendo bailar papel higiénico en los respiradores del metro para ganar unas monedas y subsistiendo de la comida que los grupos solidarios le donaban. A quién le puede importar hoy, si ya pasó 7 años sin que a nadie le importara hasta que encontró La Dignidad y con ella un lugar al que llamar hogar.

A quien le puede importar, pensé esta madrugada, la vida de Luisa, que comparte el piso con Jóse y que está en el paro porque tiene 55 años y el 66% de discapacidad física. Que si es expulsada de Carcavilla 2, porque un fondo buitre no puede dejar de ganar porque saben especular con los derechos ajenos, tendrá que volver a la casa de su ex marido por un mes y después vaya uno a saber dónde irá a parar. A quién le pueden importar, más que a Luisa, Niña y Canuto, sus dos gatos, que se dejan acariciar por quienes entran a saludar a Luisa y preguntarle por su suerte. “Es que yo por un mes tengo donde ir, pero no tengo dónde dejarlos y no los voy a abandonar”, dice más o menos textualmente. Y aunque esto no vaya de animales domésticos abandonables, también va de ellos.

A quién le puede importar, pensé esta madrugada, la vida de Tatiana que tiene 31 años o la vida de su hijo de 12, que esta noche durmió en La Casika, el centro social y cultural ocupado de Móstoles y que es uno de los 18 niños que habitan el edificio de Carcavilla 2  junto con otros 48 adultos y que no saben qué será de ellos si el edificio es desahuciado.

A quién le puede importar, pensé esta madrugada, si la ONU le dijo al Gobierno de España que desahuciar esas familias sin solución habitacional vulnera los derechos humanos más básicos. Y, sin embargo, el juez sigue empeñado sacar a esas personas de su único techo para que el edificio siga deshabitado, engrosando el abultado listado de viviendas sin gente que ayudan a elevar el precio de los alquileres que pagamos todos los que habitamos esta Comunidad.

A quien le puede importar, me pregunté esta madrugada, cuando la violencia institucional se expresó durante toda la mañana en forma de mensajes del juzgado amenazando con una inminente intervención que no se produciría. La respuesta llegó con el amanecer, mientras llegaban activistas de las PAH, del Sindicato de Inquilinas, de Stop Desahucios; mientras llegaban vecinos dispuestos a interponerse entre la propiedad privada y los privados de propiedad, mientras La Dignidad resistía un día más gracias a ese sentimiento que está tan de moda nombrar pero mucho menos ejercer: la empatía.

El desalojo de Carcavilla 2 se frenó porque aún hay solidaridad y porque hay un mensaje de la ONU y porque es indigno. Pero aunque se haya instado a los servicios sociales a gestionar alquileres sociales la amenaza de un desalojo sigue en pie. Pero lo que también sigue en pie es La Dignidad, este mediodía me convencí.

 

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